Tanques de Rusia, en Irpin y Bucha

Tanques Rusia Bucha

Víctor de Currea-Lugo | 5 de mayo de 2022

“Muchos no sabían ni dónde quedaba Ucrania, ahora todos saben incluso donde queda Irpin y Bucha”, me dijo Lya, guía ucraniana y jefe de prensa de uno de los distritos de las afueras de Kiev. Esos dos sitios vivieron el arribo de parte de la larga columna de tanques rusos que buscaba, entre otras cosas, rodear la capital de Ucrania.

Esos ataques los vivieron desde los primeros días de la guerra hasta el retiro ruso de las cercanías de Kiev, explicado como parte de la estrategia, pero todo indica que se fueron forzados ante la incapacidad de controlar el territorio, a pesar de su gran superioridad militar.

La guerra de Ucrania tuvo una ofensiva inicial en las goteras de la capital. Eso incluyó el ataque al aeropuerto y a zonas urbanas como Irpin y Bucha. La guerra paraliza, lleva a la negación de lo que se vive, hace desear que la realidad sea solo un mal sueño, dispara valentías y cobardías, y desnuda las fachadas. También deja en el aire un olor especial que se siente con los ojos.

Recorrí más de una hora desde el centro de Kiev hasta la periferia, pasando controles militares y barricadas. Creí que el impacto del ataque ruso había sido puntual, pero en esas localidades encontré muchos edificios afectados.

En el viaje me acompaña Alexander Gomon, jefe de la administración política de la región de Obuxiv, y desde el 24 de febrero también jefe militar. Parte del estado de guerra es pasar de usar corbatas a uniformes, de tener gente armada alrededor y de llegar a la oficina en medio de controles militares.

Bucha

En el cruce entre Kiev y Gostómel encontramos una estación de gasolina que fue atacada por Rusia; los ataques no fueron quirúrgicos en estos sitios, como lo dice Rusia y como lo comprobé más adelante. Hablando con diferentes personas de allí, noto que hay gente de muchas profesiones ahora con las armas en la mano, desde taxistas hasta cocineros.

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En la entrada de Bucha, están las instalaciones olímpicas. Allí nos recibe Sergei, el segundo al mando del distrito. Me cuenta que cuando empezó el ataque organizaron un corredor para evacuar civiles, con 50 buses y 2.000 carros.

Para Alexander, “los soldados rusos creían que los iban a recibir con flores, porque venían dizque a liberarnos”, dice irónicamente. Lya complementa: unos soldados rusos que fueron capturados decían que venían a liberarnos de nosotros mismos, a los ucranianos de los ucranianos, cosa que nunca entenderemos. Me gustaría saber qué pensarían esos soldados, pero la falta de acceso a las zonas rusas me impide tener un testimonio directo.

Los pasillos de la alcaldía están llenos de cajas de comida y de gente que entra y sale preparando ayuda para la población civil. Me cuentan que el primer día no sabían qué hacer. Además de la crisis propia por los ataques vividos, a los diferentes centros urbanos han ido llegando desplazados forzados de ciudades más pequeñas y de zonas rurales.

Me repiten una historia ya contada, pero es tan reiterada que debo repetirla: sus amigos y familiares que viven en Rusia no les creen, dicen que “todo eso es propaganda”, que los bombardeos a edificios de civiles no son ciertos. Al día siguiente de mi visita, entrevisté a Irina, una voluntaria que vivió sus primeros 17 años en Donbass, y le duele que sus padres no le creen lo que pasa en el resto de Ucrania. Lo triste es que algunos ucranianos de la capital tampoco creen las noticias que llegan del oriente.

Visito una tienda deportiva bombardeada, otra reducida a hierros retorcidos y un puente vehicular derribado a medias. Hasta allí llegó la kilométrica (y no es metáfora) columna de tanques rusos, varios de los cuales se quedaron a mitad de camino por la acción de la resistencia ucraniana.

Allí, junto a los tanques rusos, quedaron también algunos camiones de suministros de sus tropas, ahora piezas de chatarra. Sin duda alguna, el hierro retorcido pareciera que conserva el olor de la pólvora. En uno de los sitios de distribución de alimentos, veo un paquete de ropas militares. Son cosas de caídos en combate, sirven para que las familias ayuden en su identificación.

Frente a los edificios derruidos uno quiere saberlo todo. En otras visitas, me decían el número de muertos y hasta las historias de algunos de ellos. En Bucha no pregunté por la masacre adjudicada a los rusos y ellos no dijeron nada. No fue un tema que surgiera. No sé si dieron por sentado que yo ya debería saberlo, no sé si me quedé esperando a ver si ese silencio me decía algo. Lo cierto es que no salió el tema y las causas de tal omisión no son claras para mí, simplemente pudo haber sido un fallo mío que ahora les comparto, no para alimentar conspiraciones sino para ser honesto.

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Irpin

En Irpin nos recibe el alcalde con la pistola al cinto. Toda la administración tomó las armas, dice. No esperaban ser atacados así y ya no descartan un nuevo ataque. Es la zozobra de la guerra. Pienso que la espera de la guerra a veces desgasta más que la guerra misma.

Es difícil distinguir lo que es un hecho de un deseo, una afirmación de una consigna. Pero eso sucede en todas las guerras y no por ello lo que dicen es menos cierto. Es curioso el deseo de hacer bromas en medio de la guerra, esa condición humana de arañar la ironía para sobrevivir.

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Me dice el alcalde que allí cinco empresas principales entorno a las cuales giraba buena parte de la economía local están ahora quebradas. De hecho, en su pedido de ayuda internacional piensa en términos de reconstrucción.

Al respecto, Gomon y su jefe de prensa, Lya, no terminan de entender la burocracia europea que promete ayudas que no llegan. “Entiendo que hay cosas que investigar sobre esta guerra, pero no podemos sentarnos a esperar años para saber la verdad que está frente a nosotros”.

Varios se refieren a los soldados rusos que estuvieron allí como “orcos”. Una de las funcionarias ahora con uniforme militar me dice: “tengo dificultades para llamarlos seres humanos”. Ese es otro mecanismo común a muchas guerras, explicable, pero que no deja de ser un riesgo si se pierde la perspectiva frente a, por ejemplo, un prisionero de guerra.

Los números son parciales porque sigue la búsqueda de personas debajo de los escombros en algunos sitios, como en Borodyanka. Aquí hablan de 300 muertos en esa zona y de 40.000 personas desplazadas. Dice el alcalde que en su jurisdicción 2.000 familias se quedaron sin casa habitable.

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En ciertas calles siguen las barricadas, tienen, además de un valor militar, uno simbólico: el de la movilización de la sociedad en torno a su Estado y a sus instituciones. En ese sentido, la actividad de la sociedad en la defensa también determina la moral ucraniana.

Gomon me dice que solo en su distrito se presentaron 12.000 voluntarios, pero que no hubo armas suficientes para todos. Llueve y aunque ya es abril, los árboles no reverdecen. Es como si la primavera se hubiera quedado en un futuro que no llega, a lo mejor esperando a que acabe la guerra.

Publicada originalmente en la Revista Cambio