Víctor de Currea-Lugo | 23 de abril de 2022
Sobre las guerras se dice mucho de lo militar, menos de lo político y a veces muy poco de lo humano. Ya son millones de personas que han huido de Ucrania en medio de la agresión de Rusia que ya lleva más de 50 días. El sentimiento general que se refleja en las entrevistas es que no esperaban el ataque de Rusia.
Desde Bucarest
Antes de salir hacia la frontera entre Rumania y Ucrania, entrevisté otra familia refugiada en Bucarest. Debido a la prohibición a los hombres de salir del país, por razones militares, la inmensa mayoría de personas refugiadas son mujeres, quienes viajan con sus hijos.
En el occidente del país, todas las personas coinciden en que el día que empezó la guerra, el 24 de febrero, ni siquiera podían entender las noticias, oscilaban entre la negación y el estupor. No terminaban de creer que el ataque ruso fuera cierto. Para algunos de los que viven en el oriente del país, la guerra empezó hace 8 años.
Una de ellas interrumpe para aclarar que: “no queríamos creer que eso fuera posible”. Ahí empezó el caos. “Tuvimos 7 minutos, solo 7 minutos, para coger algunas cosas y salir corriendo” porque vivían cerca de una instalación militar.
Repito a veces las mismas preguntas para encontrar diferentes puntos de vista, pero la persecución por razones de idioma no aparece, por lo menos no entre mis entrevistados, lo que sí hay es una molestia ante la arrogancia rusa hacia los ucranianos, una sensación que la mencionan tanto los jóvenes como los viejos. Una de ellas, casi que adivinando la pregunta me dice: “yo hablo ruso con alma ucraniana”. Y me aclara que muchos jóvenes de su región son bilingües.
Hablando con otras personas, me cuentan que desde que el nacionalismo ha ido en aumento, usar ruso no es bien visto. De hecho, hay afiches donde se asocia la lengua rusa con la ocupación en curso.
Las tensiones políticas tuvieron un quiebre importante en 2014. Según algunas personas entrevistadas, es a partir de ese año que el nacionalismo se dispara, se insiste en la propaganda política. Lo cierto es que la guerra actual se condimentó por años.
Como antecedentes cuenta el centralismo ruso vivido durante el período soviético, la propia búsqueda de Ucrania de su camino político a partir de los años noventa, la desilusión acumulada por fracasos de los gobiernos previos, el deseo de un sector de Ucrania de hacer parte tanto de la Unión Europea como de la OTAN, las manifestaciones de 2014 y, por supuesto, la política exterior de Rusia.
Cada uno de estos temas, a su vez, tiene muchas ramificaciones, pero el simplismo nos lleva a reducir todo el complejo debate a una invasión rusa (que es cierta pero no tan simple como suena) y una supuesta desinteresada solidaridad del mundo en general, y de Europa en particular, con el pueblo ucraniano.
En esos primeros días de los ataques, las filas para ponerle combustible a los carros eran de kilómetros. Los supermercados y las farmacias empezaron a desocuparse. Los que esperaron más días se mentían diciéndose un día tras otro: “a lo mejor la guerra va a terminar mañana”. Reconocen que no esperaban vivir lo que veían en las noticias sobre otras guerras.
Pasando la frontera
Una de las abuelas decidió quedarse explicando lo que ya hemos oído en otros conflictos: sus pequeñas cosas que le dan parte del sentido a su vida están ahí. “Aquí están mi jardín y mis gatos”. Otra entrevistada me explica que pusieron las cosas importantes en el piso para mirar qué agarrar: documentos, diplomas, medicinas, teléfonos y cargadores, y ropa. Cuando llegaron a Rumania se dieron cuenta del peso de la guerra. Duraron dos semanas llorando y ahora, dicen, hacen planes que cambian cada día.
Saltan de tema en tema. Una de ellas me aclara: “nosotros estamos orgullosos de producir alimentos y no armas. No exportamos guerras, exportamos comida”. Esto explica los déficits de alimentos que afecta países que ya están en crisis, como Siria, Yemen, y Palestina, regiones que importan trigo de Rusia y de Ucrania.
Mientras los rumanos han sido discriminados en España y en otras partes de Europa, ahora muestran toda su potencial solidaridad cuando 700.000 ucranianos han llegado a su tierra. Los rumanos han sido discriminados especialmente porque los primeros que migraron desde ahí fueron gitanos, quienes tienen una larga historia de esclavismo y cuyo responsable era la Iglesia ortodoxa.
Estefanía es una de las voluntarias rumanas que las asisten, hay gente de muchas profesiones que se volcó a echar una mano. Ella me cuenta que los rumanos y los ucranianos eran como esos vecinos del mismo edificio que no se hablaban: sabemos que existen, pero nada más. Ahora, los rumanos mostraron toda su solidaridad.
Descubrir ese vecino tuvo su magia. Un grupo de refugiadas organizaron jornadas para agradecer a la ciudad de Bucarest la hospitalidad y por eso limpiaron los parques públicos, como una forma de devolver parte de lo recibido. Una forma novedosa de decir gracias.
En el paso fronterizo, una señora, con dos hijos, me dice que su corazón está dividido porque su mamá se quedó en Ucrania, mientras ella saca a los niños del país para protegerlos. Algunas familias han seguido camino al occidente, a otros países de la región, como Alemania y Austria, pero otros van más allá, incluyendo España.
Las familias viajan con perros y gatos, incluso con hámsteres. Una señora me explica: “si me quieren ayudar, ayúdenme aceptando lo que soy y lo que tengo”. En el paso fronterizo de Isaccea, un gendarme francés me dice que un señor intentó salir con un león y un lobo. Me resistí a creerle, hasta que me mostró el video que le había enviado uno de sus compañeros.
Una mujer, casi llorando, me dice que sus amigos rusos no le creen cuando cuenta sus dramas: “todo eso es propaganda”, les contestan. Una de ellas va más allá: “mi hermana gemela, que vive en Rusia, no me cree cuando le digo que hubo bombardeos”. Es difícil saber qué está pasando porque hay versiones para todos los gustos y hay demasiada propaganda de por medio. No sé si lo mismo pasaba cuando desde el oriente del país se hablaba de los ataques del Ejército ucraniano en la región de Donbass.
Los primeros kilómetros son de paisaje rural donde no se siente para nada la guerra. Apenas distingo pocas palabras locales. Poco después, camino a Odessa, tuvimos varios controles militares al pequeño bus donde viajaba con 15 personas más. Se volvió un ritual de risas cuando al despedirse de los militares algunos lo hacían en ruso y otros en ucraniano.
Llegamos a Odessa y nos piden irnos rápido a casa, porque hay toque de queda. Una vez hallé mi sitio, a lo lejos escuché la sirena. Yo sigo sin entender por qué hay suficientes ismos para justificar las guerras, pero no es suficiente el jardín y los gatos para permanecer en la ciudad donde uno haya vivido toda su vida.
Publicado originalmente en Revista Cambio