La paz de Micoahumado

Víctor de Currea Lugo | 18 de marzo de 2017

Hace más de 16 años, Micoahumado quedó atrapado, literalmente, en medio de la balacera. Es un poblado, del sur de Bolívar, fundado por colonizadores en los años setenta que llegaron buscando madera y suerte en las montañas de la serranía de San Lucas. Hoy se puede llegar de dos formas: por río hasta el municipio de Morales desde el puerto de Barrancabermeja o por tierra cruzando el Magdalena en ferry desde Bucaramanga.

Según el profesor Héctor Chávez, “los colonizadores no tenían más comida que los micos; pero la carne no se asó sino que se ahumó y de ahí viene el nombre de Micoahumado”. Los colonizadores iban a pie hasta Aguachica por sal, el resto lo daba la montaña. Aquí todo es precario, desde la luz que un día no llega y otro tampoco, hasta la ausencia de posibilidades para los jóvenes. Como dice un poblador por los problemas de electricidad: “Aquí no hay aire acondicionado, sino aire con condiciones”.

Desde 1974 hace presencia el Eln, al punto que sus áreas rurales se volvieron un símbolo para ellos y un motivo de estigmatización para la población civil. Esta guerrilla convivía con la comunidad y regulaba problemas de convivencia. La llegada de la bonanza marimbera trajo el estilo del dinero fácil: “Cambiamos el guarapo por el aguardiente, cambiamos hasta la forma de bailar”, cuenta Isidro Alarcón. Y luego llegaron al territorio concesiones del Estado a empresas multinacionales.

Y aquí, a comienzos de los años 2000, llegaron de nuevo los paramilitares. El mismo Carlos Castaño dijo que guindaría su hamaca en la famosa Teta de San Lucas, el punto más alto de la serranía. Pero ni los “paras” con su presencia en el pueblo, ni las guerrillas con sus amenazas de sacarlos de allí a sangre y fuego, contaron con un factor impredecible: la comunidad dijo “no nos vamos”. Incluso, exigieron la salida de todos los guerreros de uno y otro lado.

Un experimento

Los horrores de la guerra ya los conocían, desde la época de la Brigada Móvil número 1 del Ejército. En la Asamblea de este año se recuerda a Álvaro Molina, un campesino que, según los líderes, fue asesinado por el Ejército, atado al rabo de una mula que luego arriaron por un campo minado.

Pero la cosa se complicó aún más con la nueva llegada de los “paras” en diciembre de 2002, que los pusieron a cavar trincheras. “La guerrilla amenazó con bombardear el pueblo, y nosotros nos preguntamos: ¿Nos vamos o nos morimos aquí? Y decidimos quedarnos”, cuenta Pablo Santiago. El 14 de marzo de 2003 decidieron crear la “Asamblea Popular Constituyente”, un experimento de movimiento social por la paz que venía gestándose desde el año anterior.

Cuando la incursión paramilitar al pueblo y la respuesta de la guerrilla, la población combinó banderas blancas, diálogos con los grupos armados y hasta oraciones. Todos recuerdan momentos difíciles de la época más violenta y saludan a doña María, una valiente mujer que sacó una sábana para hacer una bandera y con ella plantarles cara a los paramilitares, “doña María rompió el miedo”. Pablo cuenta que “le dije a mi esposa que se fuera y yo me quedaba a ver qué rescatábamos”. Y el rector del colegio confiesa que “uno en ese momento no se acuerda ni de Dios”.

La comunidad nombró una delegación que se fue a hablar con los comandantes de los dos grupos armados. “Duramos como dos meses de aquí para allá, hablando con los unos y con los otros” buscando defender la vida y el territorio, recuerdan los campesinos. “Teníamos miedo en todo el cuerpo, pero fuimos y les hablamos a los ‘paras’”. En un acto entre ingenuidad y leguleyada, les citaron a los “paras” el derecho a la paz y la frase constitucional de que “la soberanía reside exclusivamente en el pueblo”.

Isidro Alarcón recuerda frente a la comunidad que “las más frenteras son las mujeres; nosotros, los hombres, íbamos detrás temblando”. Y así sacaron a los grupos armados del pueblo, con la ayuda de gente como Pacho de Roux y de organizaciones solidarias.

Pero no se limitaron a pedir la salida de los grupos armados: le dijeron al Ejército que habían actuado ilegalmente, obligaron al ELN a desminar, prohibieron que el Ejército usara sus casas, forzaron a que la guerrilla les devolviera algunas fincas, recibieron secuestrados y enfrentaron los retenes de los grupos ilegales diciéndoles: “aquí somos los legales, deberíamos ser nosotros los que les pidamos papeles a ustedes”. Hoy en día tienen hasta un manual de convivencia.

El 14° aniversario

Hace años no sentían la guerra, la excepción fue “el pasado 7 de diciembre, cuando el Ejército mató a Gonzalo, comandante de los elenos”, dice uno de los vecinos que asiste a la celebración del 14° aniversario de la Asamblea que puso un freno al conflicto armado. Entre los primeros en llegar está el profesorado, que fueron también de los que puso el pecho hace años, y doña María, pequeña y modesta, quien guarda silencio mientras otros recuerdan su hazaña.

El rector del colegio del pueblo dice que el principal problema “es la titulación de las tierras, la población de aquí no tiene tierras propias y, por los intereses de las multinacionales, no nos dan títulos y en cambio nos quieren sacar”.

Lo de la paz les suena algo lejano, tienen noticias fragmentadas de los acuerdos y puede más la desconfianza que los papeles. Juan Bautista dice: “aquí vale más la legitimidad que la legalidad”. No es que estén de acuerdo con la guerrilla, pero no dudan en decir que si la guerrilla se desmoviliza, temen la entrada de las empresas mineras que los expulsarían de la región.

Es difícil digerir su rechazo a que construyan buenas vías, pero su lógica es entendible: temen que “una carretera pavimentada sólo nos sirva para salir con la maleta cuando lleguen las multinacionales”, dice el líder Pablo Santiago. Su ideal de paz no es el desarrollo, sino, ante todo, la permanencia en el territorio. Esa ha sido su bandera de las marchas desde 1985, cuando hicieron la primera manifestación. Ellos ven la reparación a las víctimas como una posibilidad: si la reparación colectiva avanza, para ellos la mejor compensación a tantos años de guerra sería la formalización de sus tierras.

Desde hace meses se ha intensificado la presencia de lo que ellos llaman los “zorro-solos”, grupos de tres personas que merodean el pueblo de noche, casi siempre con ropas oscuras y algunas veces con fusiles. Muchos dicen haberlos visto: “Ellos generan inconformismo y desintegración de la confianza”. Y saben que no es la guerrilla.

Los de Micoahumado no luchan sólo por la vida, “si fuera sólo porque no nos mataran, nos íbamos y ya, pero se trata del territorio”. Ahora se plantean un nuevo esfuerzo: apoyar la implementación de los acuerdos con las FARC y la mesa de diálogo con el ELN. La paz sigue siendo su ruta.

Publicado originalmente en El Espectador:  https://colombia2020.elespectador.com/territorio/la-paz-de-micoahumado