Víctor de Currea-Lugo | 27 de julio de 2019
Contundente. Así podría resumirse la calidad del mensaje de la sociedad colombiana y de muchas personas alrededor del mundo frente al asesinato sistemático, progresivo e impune, del liderazgo social. Al finalizar la marcha, regresamos a casa convencidos de haber hecho parte de una de las más grandes expresiones de la sociedad civil en los últimos años.
La presencia del Estado generó debates y reacciones, tanto entre los convocantes como entre los asistentes como en las redes sociales. Es cierto que el Estado terminó “acorralado”, para decirlo de alguna manera, por el clamor social e intentó, en vano, tratar de reducir la responsabilidad de esa larga cadena de crímenes a grupos ilegales y agendas del narcotráfico. El país sabe que eso no es cierto y por eso un sector manifestó su indignación del oportunismo estatal, desde antes de la marcha.
“El grito” como fue bautizada la convocatoria, recogía, de la manera más literal posible, el dado por el hijo de María del Pilar Hurtado. Y eso definía el carácter de la marcha: un reclamo ante las autoridades, una voz desde los más vulnerables, un grito desde las regiones apartadas de los centros de poder.
Como han comprobado algunas investigaciones, entre ellas una dirigida por Francisco Gutiérrez Sanín, la sistematicidad existe. Como la ha mostrado Indepaz y Minga, dos de las ONG al frente del tema, no son líos de faldas. Hay una geografía de los crímenes, hay un tipo de víctimas, hay unas comunidades que los asesinos priorizan, hay unas agendas políticas que reivindican quienes son blanco de los crímenes., Es decir: son crímenes políticos, en la medida que buscan una política (perversa, pero política, al fin y al cabo) que alimentan los poderes regionales y locales. No los matan por estar cogiendo café.
Es difícil acabar el asesinato o las amenazas, o por lo menos el temor del liderazgo social, sin empezar a resolver el problema de la restitución de tierras, del poder de las trasnacionales, sin revisar la agenda minero-energética, los derechos sindicales, etc. Al liderazgo colombiano no lo está matando un tsunami, no es un problema humanitario, sino de justicia.
No se puede discutir, de manera seria, los asesinatos sin pensarse el tema de los responsables. Y aquí no solo de los que aprietan el gatillo, sino de los que dan las órdenes. Esa sistematicidad implica, por definición, algo más que coincidencias geográficas o de, por ejemplo, pertenencias a las juntas de acción comunal.
Tampoco lo están matando fuerzas oscuras, enemigos de la paz, grupos agazapados, no. En muchos casos hay unas presunciones claras que apuntan a ciertos poderes. Las Águilas Negras, de las que no hay capturados ni campamentos desmantelados, siguen amenazando a lo largo y ancho del país, funcionando más como una franquicia que como un actor real. Esas Águilas Negras a mí me evoca “El Baile Rojo”, el plan estatal organizado para eliminar de manera sistemática a la Unión Patriótica.
Y el Estado, ese que trató de marchar el 26 como si los reclamos no fueran con él, no puede desconocer su responsabilidad, en algunos casos por clara acción y en el resto por lo menos, por omisión. La omisión no es una palabra marginal en las leyes, es de una fuerza constitutiva del Estado de derecho, aunque en Colombia ha hecho carrera que los presidentes y los ministros y los generales hablan del Estado como si no fueran sus representantes. Incluso, el Estado ha sabido victimizarse.
Entre el 1 de enero de 2016 y el 8 de julio de 2019 han matado 734 líderes sociales, según Indepaz. Desde que llegó Duque al poder han asesinado 229 líderes sociales y 55 excombatientes de las FARC-EP. Sabemos que estos crímenes no empiezan con el Gobierno de Duque, pero eso no es excusa alguna para desviar la responsabilidad del presidente actual.
El anterior Fiscal de la Nación hablaba a nombre de un establecimiento que insistía en que el número no era tal, que no había sistematicidad y que ya se había investigado la mitad de los casos; las cifras lo desmienten también, como la marcha, de manera contundente. Pero, claro, las cifras ilustran, pero no es un debate estadístico, sino político lo que se debe dar.
Parte de esa victimización del Estado lo lleva a desviar los balones, apuntando a grupos de guerrillas y a narcotraficantes. Es cierto que algunos líderes han sido asesinados por estos actores, pero ni son la mayoría ni el Estado es menos responsable. Por ejemplo, la condena el Estado por el atentado de El Nogal así lo muestra: el Estado es responsable cuando deja actuar a terceros.
El Gobierno también evade su responsabilidad citando la falta de recursos y llamando a la ONU. No es una tarea primeramente de la ONU, ni de la comunidad internacional, aunque las seguimos llamando para que nos apoyen en nuestra lucha contra los asesinatos y agradecemos de corazón su acompañamiento.
¿Qué viene después? El Estado, ese que salió a marchar en un acto que, para algunos como yo, raya en el cinismo, no debería esperar a que la sociedad dé un grito, para actuar. Es su deber, actuar con o sin marchas, con o sin denuncias internacionales. Ya el Estado está ganando en su afán de convertir la paz en lo firmado con las FARC y lo firmado con las FARC reducirlo a su desmovilización.
Recomendaciones para proteger el liderazgo social
Como no se trata de decir simplemente que actúe, ni de esperar una declaración de condena, sino de ver pasos concretos, sugiero aquí algunas propuestas para creer que el presidente Duque fue a la marcha por algo más que intentar ganar puntos:
1) Aceptar que los crímenes son políticos, que no son fruto de acciones delincuenciales asiladas de las dinámicas de poder político de las regiones. No son líos de faldas, ni por estar haciendo cosas que no deberían, como dicen algunos.
2) Aceptar que, como se ha demostrado, hay una sistematicidad, que los cientos de muertos no son una suma de coincidencias, sino parte de una política, por lo menos parcial, de exterminio. Aceptar eso permite desarrollar políticas que apunten a esas variables ya identificadas.
3) Que los asesinos no actúan por voluntad propia, sino que reciben órdenes, y que tales órdenes implican una responsabilidad penal. En el mismo sentido de que no se puede desconocer el vínculo entre el sicario y su jefe, tampoco entre el amenazado y su comunidad; hay que proteger el entorno comunitario y no solo a la persona líder; es más, no se puede que, en vez de atender las causas, desviar toda la protección a esquemas de seguridad. La respuesta no es más chalecos antibalas.
4) Que se siente con las organizaciones representantes de las víctimas de manera justa, y no los deje plantados como hizo con los indígenas del Cauca. Los asesores de palacio no entienden o no quieren entender la magnitud del problema y si el presidente realmente quiere hacer algo, que escuche a las vocerías y a todas las organizaciones que tienen algo que decir al respecto.
5) Que renuncie al doble rasero judicial que se observa desde el pago de recompensas hasta la política carcelaria, pasando por los falsos positivos judiciales, como lo que se han visto en Nariño, Sur de Bolívar y Arauca, solo para citar algunos ejemplos.
6) Tener en cuenta las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo que, dolorosamente, aciertan muchas veces. Engavetar esa información en las brigadas y en los despachos oficiales es un símbolo claro de complicidad.
7) Desarrollar unos espacios (no un sistema ni un comité, no se trata de más burocracia) de rendición de cuentas de la Fiscalía y demás autoridades competentes, sobre los avances en la investigación de los crímenes, incluyendo las acciones frente a los autores intelectuales.
8) Tomar medidas contra los funcionarios públicos, tanto civiles como de las Fuerzas Militares y de Policía, en los sitios en los que haya comisión de este tipo de delitos.
9) Permitir (y no frenar como lo intenta ahora) la visita y el acompañamiento de organizaciones no gubernamentales internacionales y del cuerpo diplomático en las regiones donde las comunidades han sido afectadas por este tipo de crímenes.
10) Revisar la doctrina militar, especialmente en lo concerniente a la relación entre Fuerzas Armadas y población civil; sin una revisión real y de fondo de la doctrina militar es poco probable que el compromiso por la paz que han asumido algunos sectores de las Fuerzas Armadas, salga fortalecido.
11) Rescatar el Plan Integral de Protección a Líderes que, hasta donde tengo información, no tiene el presupuesto adecuado y no pasa del título.
Seguro que mis compañeros de “Defendamos La Paz” podrían agregar otro grupo de sugerencias; tampoco espero que Duque tome en cuenta mis 11 recomendaciones, pero cómo ayudaría que cumpliera con un par de ellas. Y eso no se mide en participaciones oportunistas ni en declaraciones sesgadas, sino en muertos.