Sobre mí y otros seres fantásticos

Víctor de Currea-Lugo | 13 de octubre de 2025

He sido muchas cosas, según la imaginación de mis críticos: musulmán radical, enlace de Santos con el ELN y del ELN con Santos, contacto con Hizbollah, vocero de Petro ante Hamás y, lo más publicitado, de acosador.

También (y muy en serio) me han llamado agente de la CIA (según unos del ELN) y al mismo tiempo ideólogo del ELN; antisemita, exguerrillero y (la peor de todas) alguien a quien le gusta el vallenato.

Gracias a mi paso por el manicomio (que algunos ponen en duda), ya muy pocas cosas me preocupan: el genocidio de los palestinos, un posible triunfo electoral de la derecha en Colombia y la alergia de mi segundo perrito, Oliver.

Todo lo demás (las columnas, las redes, los titulares) pertenece al campo del entretenimiento colectivo, ese circo romano donde se lanzan adjetivos en lugar de leones.

También han dicho que nací en España (falso), que no crecí en Bosa Palestina (mentira doble, porque crecí en Bosa y en Palestina), que soy alcohólico (cuando los que me conocen saben que no bebo) y que no me gusta viajar (cuando he dormido en más aeropuertos que un avión).

Dicen incluso que mi columna sobre la coquetería fue escrita como respuesta a las acusaciones en mi contra, aunque fue publicada muchos años antes. Pero la cronología es un lujo que los medios no siempre pueden permitirse. En cambio, la calumnia, esa sí la despachan con puntualidad inglesa.

No he leído los artículos de La Silla Vacía (y de otros portales) sobre mí o, más exactamente, contra mí. Y no pienso hacerlo. La razón es simple: sé perfectamente lo que pasó y lo que no pasó, así que ¿para qué leer una versión incompleta, adornada y convenientemente confusa? Cuando quieran, les cuento mis íntimos secretos.

Aun así, confieso que sentí una punzada de curiosidad cuando me contaron una de sus revelaciones más asombrosas: que mi oficina queda en el quinto piso del Palacio de Nariño. Lo que nadie ha entendido es que ese quinto piso no existe: es una metáfora del periodismo colombiano, que flota sobre la realidad sin tocarla.

Eso sí me emocionó. ¡Por fin un secreto de Estado de verdad! Nadie sabía (hasta ahora) que el Palacio tiene cinco pisos. Lo han filtrado. Imagino a los servicios de inteligencia debatiendo si eso amerita clasificación “ultrasecreta” o “cómica confidencial”.

En todo caso, debo admitir que algo de cierto hay: sí tengo oficina en el Palacio. Pedí un ascenso, y me pasaron del primer piso al tercero. ¿Eso cuenta? Con un poco de suerte, si me porto bien, quizás un día me asciendan al quinto piso imaginario, junto a los unicornios, los extraterrestres y los periodistas que no tuitean antes de verificar.

Mi carrera como periodista se construyó crónica a crónica. Publiqué durante siete años (siempre gratis) en El Espectador, ese mismo periódico donde el sionismo escribe sin pudor, y que, como casi todos los medios, jamás me preguntó mi versión antes de publicar. Pero igual se llaman periodistas.

Lo irónico es que, mientras yo escribía sobre guerras, genocidios y desplazamientos, ellos escribían sobre mí. No para investigar, sino para inventar. Algunos incluso me atribuyen un currículum más extenso que el de Julio Verne: he reunido a Petro con Irán, he sido emisario secreto en Gaza, e incluso (según un par de trinos anónimos) he asesorado a los extraterrestres en temas de política exterior.

Me han acusado de no saber inglés, por mi acento de Bosa al traducir al presidente Petro en las calles de Nueva York; y los que me acusan son aquellos que tienen problemas para decir, en español, «genocidio en Palestina».

Hasta la defensora del pueblo, dizque guardián de la Constitución, se limpia la nariz con los derechos humanos al negarme la presunción de inocencia y el debido proceso, pero ya sabemos que ella renunció a lo universal para abrazar el gueto. ¡Pero es la defensora del pueblo!

Hay cosas que pocos saben y son ciertas: soy médico, aunque ya no curo ni un queso; estuve en el exilio por amenazas, luego del paro nacional; y he sido perfilado por la inteligencia militar. Por cosas de la vida, vi el expediente que tenían de mí y me ruborizó la cantidad de imprecisiones; parece que la inteligencia militar está integrada por periodistas.

Debería sentirme halagado: pocos periodistas logran ser tan ubicuos sin morir de cansancio. Y también es un halago ver cómo mis análisis son destripados por ciertos internacionalistas, una carrera tan “compleja” que hasta un médico (como yo) puede enseñarla.

Como trabajador humanitario, sí me crucé con rebeldes de todos los matices en Etiopía, Sahara Occidental, Palestina, Sudán y Birmania. Y como periodista sí me he sentado con gente de Hizbollah y de Hamas, jihadistas, comandantes kurdos, miembros de los taliban, rebeldes de Filipinas, guerrilleros y hasta con parlamentarios colombianos.

Pasar la barrera de los cincuenta años sin tener enemigos sería, más que una virtud, una señal de fracaso vital. Quien no incomoda a nadie, probablemente no ha defendido nada con convicción. Al fin y al cabo, los enemigos también son la prueba de que uno ha existido con cierta intensidad.

A propósito de los cincuenta años, agota un poco que todo canoso que anda por ahí, con el pelo revuelto y las gafas caídas, sea inmediatamente identificado como yo. Me han visto en Cúcuta y en Bogotá al mismo tiempo, en fotos dizque apoyando a Duque y encabezando una protesta contra él, y hasta dirigiendo la oración en una mezquita de Teherán. He llegado a la conclusión de que no soy una persona: soy una franquicia visual.

Matar seres fantásticos

En Colombia, destruir reputaciones es un deporte nacional. Y como todo deporte, tiene reglas no escritas: el acusado nunca debe hablar, porque cualquier defensa será tomada como prueba de culpa.

Esto lo sabía bien Wilde, lo supo también Julian Assange, a quien no acusaron de acoso, sino de violación, y no por una sino por dos mujeres. Pasaron años de infierno judicial para salir inocente, pero el daño (ese que no repara ningún juez) ya estaba hecho. Assange fue perseguido por revelar secretos de Estado. Yo, en cambio, por existir fuera del libreto.

En mi caso, el primero que salió a acusarme de acoso fue un sionista profesional, de esos que defienden lo indefendible con fervor bíblico. Luego se sumaron una que vendió su conciencia por un viaje a Israel y una HP (honorable parlamentaria, por supuesto) que traicionó al movimiento estudiantil después de convertir las causas en moneda de cambio.

Ellos inspiraron algunos de mis personajes de mi novela “Cuaderno de anotaciones de Mr. Hyde”, que da fe de un ser polimorfo, como todos, entre ellos yo.

No lo digo con rabia, sino con una sonrisa de resignación: en la Colombia de hoy, la traición da más rentabilidad que la coherencia. Entiendo que haya medios más preocupados por si me saco los mocos que por si masacran niños en Palestina.

El morbo vende más que la moral. El ruido rinde más que la verdad. Y el algoritmo, ese dios moderno que premia la indignación instantánea, castiga la reflexión como si fuera pereza intelectual.

El resultado es un periodismo que se parece cada vez más a una comedia de Jonathan Swift: grotesca, exagerada, pero con una convicción moral tan fuerte que ni siquiera nota su propia ridiculez.

Lo que más ha herido mi ego (los profesores vivimos del ego porque no podemos vivir del sueldo) es que hayan llamado a mi web “un blog”. ¡Un blog! Mi web es un territorio autónomo, una pequeña república de letras con frontera en la ironía y capital en la dignidad. Llamarla “blog” es como llamar “panfleto” a El Quijote o “recado” a Los Miserables.

Dentro de esa república digital está La bodega de Víctor, donde exhibo, con la solemnidad de un curador de museo, mis reflexiones más personales sobre (entre otros temas) las joyas de la calumnia, los titulares torcidos, los insultos disfrazados de análisis y los delirios de quienes creen que cada vez que digo “Palestina” se activa un comando secreto en Teherán.

Chesterton decía que el periodismo consiste en decirle a gente que Lord Jones ha muerto cuando ni siquiera sabían que Lord Jones existía. En Colombia, la versión para mi caso sería: “Víctor ha negociado algo que nadie entiende con alguien que no existe”. Y lo más fascinante es que siempre habrá quien lo crea. Porque el rumor, como el fuego, no necesita pruebas: solo oxígeno.

Gracias al manicomio (lo repito) aprendí a reírme de casi todo. La ironía, en mi caso, no es un escudo sino un remedio. Porque si uno se toma en serio cada mentira que dicen sobre él, termina creyendo que es otro.

A veces me pregunto si no debería agradecerles: sus insultos, sus columnas, sus titulares son una campaña publicitaria gratuita. Wilde decía que “hablar mal de alguien es el segundo mejor modo de homenajearlo”. El primero, claro, es citarlo con respeto. Pero eso ya sería pedir demasiado.

En la última década me han llamado chavista, comunista, islamista, petrista, machista, pacifista hipócrita, antisistema, defensor del Estado Islámico y hasta tibio. Lo curioso es que, si uno juntara todas esas etiquetas, aparecería un personaje imposible… pero literariamente fascinante.

Tal vez algún día publique mi historia con un título ya registrado en este mismo acto: “Autobiografía no autorizada”. Será la historia de un hombre que fue todo lo que dijeron y nada de lo que fue.

Prometo que algún día subiré al quinto piso del Palacio de Nariño. Solo para comprobar si existe. Si lo encuentro, pondré una placa que diga: “Aquí se inventó una mentira tan absurda que casi se volvió verdad”. De cualquier modo, ganaré algo.

Porque en el fondo (y esto lo digo sin ironía) me halaga ser el centro de un rumor que ni siquiera necesita pruebas para sobrevivir. Eso quiere decir que sigo siendo incómodo. Y en este país, ser incómodo sigue siendo el más alto honor.

Y cuando el ruido se apaga y el rumor se cansa, solo me queda un recordatorio, mi “memento mori”, que no es una calavera sobre el escritorio, sino una frase sencilla: “Recuerda que eres de Bosa.” Y  el resto, es ganancia.