Víctor de Currea-Lugo | 12 de abril de 2022
La memoria es un agua que se agota, dijo el poeta, pero la guerra parece que no es como la memoria. De hecho, escuchar a las refugiadas ucranianas en Bucarest es una prueba más de las maromas que hacen las personas para sobrevivir.
Irina llega con la primavera
En el aeropuerto me sorprendió el despliegue de carteles, en ruso y ucraniano, para los refugiados. Ya llegan menos, ha pasado la oleada de las primeras semanas y también, me dicen, Rumania está más organizada para dar la bienvenida.
Allí me encontré a Irina, con sus dos hijas, una de cuatro y otra de siete años. La menor empuja su maletica de ruedas. Su madre me dice que, desde el primer día, la niña asumió esa tarea como su más grande responsabilidad. Su hermana mayor es más tranquila, mientras la pequeña trata de devorarse todo con los ojos.
Irina trabajaba en un centro de publicidad, como administradora. No quiso ser fotografiada. Para ella, a diferencia de otros entrevistados, la guerra sí se veía venir. Habla ruso, esa es su lengua materna. Estaba en Moscú cuando empezó la guerra y no sabía cómo volver porque todo el transporte colapsó.
Los vuelos hacia Estambul subieron hasta 3.000 dólares cada uno y muchos fueron cancelados. Así que salió por Turkmenistán, logró llegar a Estambul donde unos amigos le echaron un mano y ahora logró salir de allí.
Es rusa de corazón, pero odia la política rusa. Se refiere al debate político haciendo equilibrio entre la ignorancia y el desprecio. Está cansada de solo poder ver noticias rusas. Me dice que antes no se veía el nacionalismo tan feroz que ha emergido en los últimos tiempos. Su mayor miedo, que la guerra se prolongue hasta que el mundo se olvide.
Me dice que, en Rusia, Putin goza de mucha popularidad, pero no entiende por qué. Ella participó en una de las marchas contra la guerra, solo había unas 300 personas, más policías que manifestantes y a pocos metros más indiferentes que policías. Los demás, tomaban café, como si la guerra fuera un juego.
Tiene la idea de que los moscovitas se adaptarán a esta guerra como al giro de los años noventa, cuando se acabó la Unión Soviética, como lo hicieron en 2008 ante la guerra con Georgia por Abjasia y por Osetia del Sur. Las hijas de Irina no entienden toda la dimensión, ella simple y llanamente les dice que perdieron el hogar.
En Concordia
Ya no recuerdo cómo terminé en un centro de acogida de refugiados llamado Concordia. Esa organización lleva años de trabajo con jóvenes rumanos vulnerables y habitantes de calle. Ofrecen cursos, acompañan a familias pobres y tratan de hacerle la vida más liviana a muchos. Pero, como me dice Elena, su directora, cuando llegó la guerra sintieron que tenían que hacer algo y hacerlo ya (en otro artículo les contaré más sobre Concordia).
Antes de poder hablar con algunos refugiados, me dicen que el sentimiento general es de miedo y de paranoia. No todos están para entrevistas. La inmensa mayoría son mujeres. Me dicen que a los hombres en la frontera les hacen sentir que no deben ser cobardes ni traicionar a la patria. Algunas familias llegaron con sus gatos y sus perros.
Cuando empezó la guerra, tanto ucranianos como rumanos recordaron el pasado de sus tensas relaciones con Moscú. Eso los marcó. Yo había leído a varios expertos que hablan de la arrogancia rusa para con sus zonas de influencia, durante la época imperial, cómo georgianos o ucranianos eran vistos con cierto desdén. Pero eso no es cosa del pasado. Parece que Lenin y Stalin no destruyeron esa tendencia, sino que la reorganizaron. Ahora ellas me lo confirman.
Mi traductora, nacida en Moldovia en tiempos soviéticos, aprendió ruso por decisión de los padres, quienes estaban convencidos de que la predominancia de lo ruso, incluso sobre otros Estados soviéticos, determinaba el ascenso de las personas en lo profesional.
Los rumanos tuvieron miedo de que la ocupación de Putin no se quedara en Ucrania. Varios de los rumanos no confían en los refugios antiaéreos, se duda mucho de que estén bien dotados. Por eso entienden y hasta justifican el actual despliegue de la OTAN en zonas fronterizas, es como mostrarle los dientes a Putin para que no avance, me dicen.
Polina y Lisa
Ellas son dos mujeres ucranianas, procedentes de la zona de Zaporiyia, en el suroriente de Ucrania, más cerca a la zona de Donbass que de la capital Kiev, y arriba de Crimea. En su región, me explican, se habla más ruso que ucraniano; pero nunca el lenguaje fue un factor de diferenciación como ahora se presenta.
Polina tiene muchos amigos rusos, pero muchos no le creen lo que ella dice de la guerra, le dicen que son mentiras, que ella cree en engaños de la prensa occidental. Al comienzo de la guerra empezaron a cerrar negocios en su pueblo.
En los primeros días, me cuenta Polina, la guerra estaba a 20 kilómetros y ella esperaba que no llegara más cerca; llegó a 7 kilómetros y ella seguía pensando lo mismo, hasta que una bomba destruyó la casa de al lado. Así hacemos muchos, negamos la desgracia hasta que se nos mete en la casa.
Lisa, de 18 años, me dice que el 24 de febrero, oyeron explosiones en Odessa, donde ella vivía en el último tiempo, y todos pensaron que eran fuegos artificiales. Los productos de comida empezaron a subir de precio hasta dos y tres veces. La primera ayuda la vio solo un mes después.
Polina viajó por varios días hasta llegar a Lviv y luego a Polonia. Preparó sándwiches, empacó algo de ropa por el invierno y salió junto con su mamá y su perrito. Ella le explicó a sus hijos que este viaje es como una aventura, porque detrás vienen “los chicos malos”. A los niños les costó aprender a mantenerse lejos de las ventanas y dormir en cualquier lado.
Lisa, salió con su hermana embarazada que perdió el bebé y está actualmente hospitalizada en Bucarest. Todos los días le escribe a sus amigas que se quedaron en Odessa para saber cómo están. Su mejor amiga, huérfana, se quedó viviendo con su abuela, quien le crio, y quien se rehúsa a salir de su tierra: ni se puede mover, ni quiere dejar a sus gatos. Varias personas, en el viaje, borraron los chats de los celulares por miedo a que sus contactos con amigos rusos fueran malinterpretados. Es un claro signo del miedo que les inundó.
Lo que se viene
Concordia ha atendido a más de 700 personas en varios sitios. La directora está gratamente sorprendida de la solidaridad de la sociedad rumana. Algunos refugiados son diabéticos y no ha sido del todo fácil conseguir la insulina. Otros tienen cáncer y han conseguido que puedan seguir el tratamiento gracias al apoyo de voluntarios y de personal de salud. Como en toda guerra, nadie sabe exactamente qué pasará mañana.
Para Irina, lo más duro fue la indiferencia de los moscovitas. Polina quería conocer más países, además de Ucrania, pero empacando sin prisas. Y Lisa quiere volver a ver a sus amigas. Me despido sabiendo que ellas reflejan una parte de las caras de la guerra. Esto no es una estadística sino un relato.
Me alegra la solidaridad que veo y no es menos valiosa porque el mundo no la haya dado frente a otras crisis migratorias. Ellas reflejan parte de la naturaleza humana: negar los riesgos, inventarse aventuras, cuidarse para sobrevivir. Eso que hacemos todos. Mañana, sigo mi camino a la frontera con Ucrania.